Una mujer furiosa by Antonio Fontana Gallego

Una mujer furiosa by Antonio Fontana Gallego

autor:Antonio Fontana Gallego [Fontana Gallego, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2023-01-01T00:00:00+00:00


Cuatro perras

El de mis doce años fue el único verano en el que mamá no se opuso a ir al pueblo. «Ahora bien», nos advirtió, «no pienso mover ni un dedo, ¿os enteráis? A mí, que me lo den todo hecho. ¿No estoy convaleciente? ¡Pues no se hable más!».

Meses después de la histerectomía a la que había sido sometida aún reivindicaba su derecho a la convalecencia. Lo extraño fue que, pese a pertenecer a la Santa Hermandad del Puño Cerrado, algo de lo que ella lo acusaba con frecuencia, papá se rascó el bolsillo. Quizá lo invadió ese sentimiento hoy tan en desuso, la ternura. O quizá no estaba dispuesto a que recayeran sobre él las tareas de las que mamá se negaba a ocuparse, que eran prácticamente todas. Así que, en vísperas de partir hacia Benapujarra, papá se atrincheró durante varias noches en su despacho y se entretuvo en telefonear a los amigos y vecinos del pueblo. «Una mujer de confianza», pedía. Hasta que: «Yo misma», le propuso Basilisa, la madre de Blasillo y de María la Pollita. «Os avío el cortijo y, encima, os preparo una comida de rechupete». Jovial: «Por cuatro perras».

Cuatro perras. Justo lo que, en opinión de mamá, costaría contratar a dos o tres peones que ayudaran en el laboreo de la finca. «¿Extraños aquí?», ponía el grito en el cielo papá. «¡No necesito a nadie, me basto y me sobro!». «Contrataríamos a gente del pueblo. ¡Y sería por tu bien, para descargarte de trabajo!», replicaba mamá. «Qué empeño el tuyo, Bruno, en no gastar ni un duro. ¿Pretendes llevártelo todo a la tumba?».

Otra cosa a la que se negaba papá era a sustituir «por cuatro perras» nuestro antediluviano milqui, que ya no podía con su alma, consumía la intemerata de gasolina y se había quedado, casi, sin suspensión, por más que cambiarle los amortiguadores se hubiera convertido en una costumbre. Además, el portón del maletero cedía con los baches, contratiempo que nos obligaba a realizar paradas de emergencia. «Tiene el muelle flojo», bromeábamos. Pero era cierto.

Una antigualla, nuestro milqui de color —si hemos de fiarnos de la propaganda de SEAT— beis playa. Un cascajo con la palanca de cambios en la columna de dirección, junto al volante, y un motor que perdía potencia en los trayectos largos; en los cortos, también. En ambos, Fede y yo nos repartíamos el cometido de pescar, provistos de un alambre y de tanta maña como paciencia, los cristales de las ventanillas para cerrarlas. Porque, de cuando en cuando, se escurrían y desaparecían dentro del armazón de las puertas. Comprobabas entonces que las manivelas no servían de nada. Bueno, sí, servían de adorno.

—Quieres más a tu coche que a mí —protestaba mamá—. ¡Pero si es el coche de los taxistas! Lo pintas de negro, le dibujas unas rayas rojas horizontales a los costados y ¿cuál es el resultado? ¡Un taxi!

—Es un modelo muy resistente y fiable —respondía papá—. ¿Por qué no sacarle el jugo y conservarlo unos años más?

—¿«Unos años más»? Acuérdate del coche de mi madre, que era una ruina que ni las de Pompeya.



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